martes, 1 de noviembre de 2022

QUEL DELICATESE

 

Quel delicatesse

“Historias del abuelo Miguel” por Miguel Ángel Pérez Oca.

No tiene una clara traducción al castellano. ¿Delicadeza, finura… detalle elegante? Eso, quizá “detalle”, en el sentido de complemento de buen gusto, edulcorante, quizá el colofón o la guinda de un pastel que puede no ser tan dulce como sería de desear. Ese detalle que “hace bonito”, tan francés, tan glamoroso… como, por ejemplo:

Al condenado a muerte se le ofreció una opípara última cena y un impoluto pañuelo para taparse los ojos ante el pelotón de fusilamiento. ¡Quel delicatesse!

El director del banco, después de anunciar al desahuciado que a pesar de entregar su piso en pago de la hipoteca, tendría que seguir abonando la diferencia entre el valor actual de la finca devaluada y el precio original en el momento de la tasación, le dio la mano y unas palmaditas en la espalda, y le dijo con voz compungida. “Lo siento”. ¡Quel delicatesse!

El ministro anunció que iba a modificar la ley del aborto, endureciéndola, porque estimaba que consentir la libertad de aborto es un acto de “violencia de género” contra la mujer. ¡Quel delicatesse!

El inquisidor dio a besar un crucifijo al hereje con la promesa de que, si se arrepentía sinceramente de sus errores teológicos nauseabundos, sería estrangulado antes de proceder a su incineración en la hoguera, con lo que se ahorraría terribles sufrimientos. ¡Quel delicatesse!

El exterior del búnker estaba cubierto con una capa de dos dedos de cemento que ocultaban la débil estructura interior de adobes. El dinero del presupuesto para el cemento armado se lo había embolsado alguien, pero, para compensar, habían colocado a la puerta de la frágil fortaleza un cartel, destinado a los sufridos soldaditos, que decía: “Defenderás esta posición hasta derramar la última gota de tu sangre”. ¡Quel delicatesse!

El jefe invitó a comer y obsequió con un ramo de flores a su empleada para anunciarle a los postres que estaba despedida. ¡Quel delicatesse!

El general, después de la solemne ceremonia fúnebre, entregó a la madre del soldado muerto una banderita y una medalla. ¡Quel delicatesse!

“Entre, por favor” le dijo el carcelero al preso, abriendo la puerta de su celda. ¡Quel delicatesse!

Chu Lin ya llevaba dos años en España y entendía bastante el castellano. Así que, mientras trabajaba sus 16 horas diarias en el taller clandestino instalado en un sótano, escuchaba su pequeño transistor, eso sí, con auriculares, para no molestar a sus doscientos compañeros. Y oía la voz del presidente de Mercadona que respondía a las preguntas de un entrevistador radiofónico al que decía que a los trabajadores españoles, lo que les hacía falta para salir de la crisis era tener la “cultura del esfuerzo” de los chinos. Chu Lin bostezó y apagó el aparato. ¡Quel delicatesse!

El presidente de la Caja de Ahorros le dijo a su secretaria por el interfono: “Rosario, entre usted a recoger el documento en el que aprobamos la venta de nuestra Obra Social para poder superar la quiebra técnica. Ya lo he firmado. En cuanto a la subida de mi pensión vitalicia en 12.000 euros más al mes… la firmaré mañana. Hoy no me apetece, ¿sabe? Me parecería de mal gusto. ¡Quel delicatesse!

El Papa, después de bendecir los cañones que Mussolini mandaba a Abisinia, le dijo a su camarlengo: “Tenemos que celebrar una misa por la conversión al catolicismo de todos los africanos”. ¡Quel delicatesse!

Dios hizo el Universo y lo contempló complacido. “Ahora crearé al ser humano a mi imagen y semejanza”, se dijo. Y construyó el Infierno. ¡Quel delicatesse!

domingo, 9 de octubre de 2022

 

Persianas vivas

“Historias del abuelo Miguel” por Miguel Ángel Pérez Oca.

            No, el pueblo no está desierto, de ninguna manera. Las calles aparecen silenciosas y vacías, pero… pero las persianas están vivas, muy vivas. Detrás de cada persiana, levemente levantada por uno de sus lados, palpita la atenta mirada y los no menos atentos oídos de multitud de viejas, y no tan viejas, comadres chismosas.

-Es que se aburren, con el marido en el bar, y por eso se pasan las horas fisgando en las vidas ajenas – me había dicho Lola cuando le comuniqué mis sospechas.

Lola y yo estamos liados, gloriosa y placenteramente liados. Se trata de sexo puro, no nos engañemos, del sano, del bueno, del que no produce traumas ni complejos, ni exige compromisos ni responsabilidades, del que no tiene nada de exclusivo, de posesivo ni de celoso. Ella tiene su vida y yo la mía, y una vez al mes, más o menos, voy a visitarla al pueblo, a su casita rural, como ella la llama; y allí, lejos del mundanal ruido, aislados del asfalto y las premuras, nos entregamos al frenesí de los placeres de la carne. Ahora me doy cuenta de que los alaridos gozosos de Lola deben haber hecho las delicias de las viejas chismosas que acechan tras las persianas y me espían cuando dejo el coche en la plaza del pueblo y me dirijo por la estrecha Calle de la Tahona, camino de la casa de mi… bueno, ahora se dice “follamiga”.

Todas la conocen desde que era una niña, cuando vivía aquí con sus padres, pero no regresó al pueblo hasta que la vida de la ciudad llegó a atosigarla, y algún desengaño amoroso, de esos que esconden pretensiones institucionales, la empujó al exilio en su mundo del pasado de inocencia infantil. Ella prefiere bajar todos los días a su trabajo de la ciudad, pero descansar luego en su casa campestre. En cambio sus padres se mudaron a la capital hace años y no quieren para nada regresar a la aldea que les parece triste y agobiante; pero Lola quiso recorrer el camino inverso y se instaló aquí, con sus traumas y su afán de libertad.

Un día me confesó su tristeza por lo vacío de su vida, y yo la convencí con muy poco esfuerzo de que la solución a sus cuitas estaba en agenciarse un amante sin complejos ni compromisos que le diera gusto a su cuerpo y no le atormentase el alma.

-Sí, pero, ¿dónde encuentro yo un chollo así? Todos los hombres sois posesivos y celosos…

-Yo no, Lola, yo no. Y también me hace falta un desahogo en libertad de vez en cuando.

Y a ella le pareció de perlas, y desde entonces, todos los meses, la armábamos en la casita del pueblo.

Sin embargo, hoy, cuando llegué, Lola estaba furiosa y se sentía acosada.

-Mis padres están recibiendo anónimos sobre lo nuestro. Debe mandarlos alguna de esas brujas que nos espían desde detrás de las persianas.

-Bueno - le dije -, pues nos buscaremos otro refugio más discreto. ¿Qué te parece mi casa de la ciudad? Allí a nadie le importa la vida de los demás.

Pero el caso es que la dichosa casita le resulta tan entrañable, tan apropiada para nuestros devaneos carnales, que no sé si Lola se encontrará a gusto en otro sitio.

He salido a la calle enfurruñado, cabreado con las brujas de las persianas. De momento, hoy, Lola y yo hemos decidido no pasar a la acción erótica, por aquello de sentirnos espiados y con nuestra intimidad violada. Porque Lola si no grita no disfruta, y no le apetece gritar sabiendo que los oídos tensos nos rodean.

Me he parado en medio de la calle solitaria, me he bajado los pantalones y, con el culo al aire, me he tirado un sonoro y terrible pedo, brutal, telúrico, mientras voceaba:

- ¡Brujas asquerosas, que os den por el culo!

Y, al unísono, cien persianas, a lo largo de toda la calle, han recuperado su verticalidad con un ligero rumor de maderitas entrechocadas.

domingo, 2 de octubre de 2022

EL VIEJO DESERTOR.


Lloviznaba sobre el puerto de Alicante. Miles de republicanos cansados, sucios, vencidos, esperaban en vano los barcos del exilio bajo los tinglados castigados por las bombas. De vez en cuando se oía un tiro de pistola, y un hombre caía al suelo con la sien perforada en medio de la indiferencia abstraída de sus vecinos de infortunio.

Tres camaradas se acurrucaban alrededor de una pobre hoguera hecha con maderas de un cajón roto. En una marmita asentada sobre dos ladrillos, comenzaba a hervir el agua de un café; y uno de ellos, el capitán, removía el líquido negro con su navaja suiza de mil usos. Otro, comisario político, embutido en su raída cazadora de cuero, miraba a hurtadillas a su alrededor por debajo de la visera de su gorra ladeada.

-No vendrán los barcos. No vendrán. Me lo ha dicho el comandante Etelvino Vega. Los últimos fueron el Stanbrook y el Maririme… Y el próximo será de Franco y nos freirá a cañonazos. Para colmo, el capitán del Marírime solo admitió 30 pasajeros.

El tercero era un sargento que había sido miliciano anarquista de la Columna Maroto, antes de ser encuadrado a la fuerza en el Ejército Popular.

-Ya lo sé – dijo con voz ausente -. Lo sabemos todos. ¿Por qué te crees que se han suicidado todos ésos? Ya no hay nada que hacer sino prepararse para la prisión y la muerte. Los italianos nos esperan ahí fuera y mañana nos obligarán a escoger entre rendirnos o morir acribillados. La República ha muerto, la guerra se ha perdido…

-La guerra se perdió en la retaguardia – destiló el comisario con rabia – por culpa de los imbéciles que querían hacer la revolución antes que ganar la guerra.

-Cómo yo, ¿verdad? – preguntó con sorna el anarquista, mientras el otro asentía en silencio con gesto despectivo, y se volvió hacia lo alto del faro metálico de la bocana, donde un loco gritaba obscenidades antes de lanzarse al vacío.

- ¿Os acordáis del viejo desertor? – dijo de pronto el capitán, saliendo de su mutismo. Se le había derramado el café, apagando la triste hoguera.

-Si, me acuerdo de él como si estuviera aún delante de nosotros – decía el sargento anarquista, mirando acusadoramente al comisario -. No debimos fusilar a aquel pobre hombre.

- ¡Pues, sí! ¡Había que fusilarlo! – protestó el comisario – Había que mantener la disciplina. Si el capitán no lo hubiera mandado fusilar, todos los reclutas lo habrían imitado huyendo en desbandada. ¡Había que ganar la guerra a los fascistas!

-Pues, ya ves, la hemos perdido – le reprochó el sargento – y nadie le devolverá la vida al viejo infeliz. ¿Os acordáis? Lo trajo la patrulla, abrazado al saquito donde guardaba sus pobres pertenencias. Era un cabrero analfabeto, ni siquiera sabía de qué iba esta guerra. Solo quería volver a su pueblo, con su familia y sus cabras. Murió sin saber qué pasaba, con los ojos desorbitados de miedo y de sorpresa…

-Y yo le di el tiro de gracia en la sien, y sus ojos se me quedaron clavados en el alma para siempre – acabó el capitán, dando el tema por zanjado.

-No me rendiré. No, señor – dijo el sargento como para sí -. En cuanto oscurezca me tiraré al agua, a ver si consigo escapar nadando hasta la playa de San Gabriel.

-El coronel Burillo – afirmó el comisario - nos ha recomendado que nos quitemos las insignias e intentemos pasar por soldados rasos, pero yo no voy a renunciar a mi uniforme. Me fusilarán, lo sé. Soy un comisario comunista y me fusilarán, pero mi deber es morir con dignidad – y poniéndose en pie se dirigió a la entrada del puerto.

El capitán también se levantó y se acercó a las rocas de la escollera.

-Te lo debo, viejo desertor – dijo para sus adentros, y sacó la pistola para apoyarla en su sien. Era la misma pistola con la que un día había rematado al fugitivo.

Cuando sonó el disparo, nadie se movió bajo la llovizna en el puerto de Alicante.

                                                                                    Miguel Ángel Pérez Oca.

jueves, 15 de septiembre de 2022

¡QUÉ MIEDO!

 


EL HOMBRE DEL RINCÓN.

“María, hermana… ¿Estas ahí, María?... Bueno, espero que cuando vuelvas a casa escuches este mensaje que te dejo en el contestador. Me está pasando algo muy extraño, ¿sabes?… ¿Te acuerdas que te dije que me iba una semana a descansar a la casita de la playa? Pues el sábado, cuando llegué, me encontré a todo el pueblo invadido por una plaga de mariposas negras… No sabría decirte a qué especie pertenecen esos insectos. Son como polillas negras y tienen una picadura muy molesta… En el pueblo se decía que aparecieron después de que un meteorito muy brillante cayera en el mar en la noche del jueves. Pero creo que la gente tiene mucha fantasía y que los dichosos bichitos no eran más que una de esas plagas que provoca el cambio climático… En fin, que cerré todo y me fui con el coche a ver si encontraba un lugar más cómodo. En ningún otro pueblo de la costa había mariposas negras; pero me fastidiaba que unos insectos estúpidos me condicionasen las vacaciones. Así que esta mañana he decidido dejar el hotel donde me hospedaba y volver al pueblo. Ya no hay en él mariposas negras, pero sus calles están desiertas, demasiado tranquilas…  Y cuando he entrado en la casita… ¡He visto al hombre del rincón! Entre la chimenea y la ventana hay un hombre de espaldas, como empotrado en el rincón, con la cabeza baja y los hombros encogidos. Le he gritado, he intentado tirar de él con todas mis fuerzas, pero parece estar pegado a las pareces. Respira, pero no se mueve ni reacciona a mis gritos y golpes. He salido despavorido a coger mi pistola de la guantera del coche, sin la que no me habría atrevido a entrar de nuevo en casa para llamar a la policía. Me han dicho que “llegarán enseguida”........... ¡María! El hombre se ha movido, ha levantado la cabeza… Al separarse del rincón han surgido muchas mariposas negras que ahora vuelan por toda la estancia. Se está girando y vuelve su rostro hacia mí… ¡Dios mío!¡El hombre del rincón es papá! Ya sé que murió hace años, pero está aquí y se me acerca con lágrimas en los ojos y un insoportable gesto de reproche en su pálido rostro... La casa está llena de mariposas negras... Me  cuesta mucho pensar…...... María....”    (piiiiiiiiiiiiii..........).  

 

Miguel Ángel Pérez Oca.

lunes, 12 de septiembre de 2022

LOS VIAJES DEL PADRE PINZÓN.

 ACONTECIMIENTO 500 AÑOS

El pasado 6 de septiembre de 2022 se han cumplido 500 años desde que se completó la primera vuelta al mundo realizada por la expedición Magallanes-Elcano.
El 10 de agosto de 1519 las cinco naos de la expedición iniciaron el viaje desde el río Guadalquivir (Sevilla), aunque permanecieron hasta el 20 del mismo mes en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), desde donde partieron 244 hombres.
El 6 de septiembre de 1522, una única nao con 18 hombres, capitaneada por Juan Sebastián Elcano, completó la vuelta al mundo, llegando al puerto de Sanlúcar de Barrameda. Dos días después llega a Sevilla, desde donde salió.
ACONTECIMIENTO LITERARIO POR LOS 500 AÑOS
Miguel Ángel Pérez Oca saca a la venta su libro LOS VIAJES DEL PADRE PINZÓN, en la que el autor se pregunta (y contesta):¿Realmente fueron Juan Sebastián Elcano y sus 17 compañeros de la nao Victoria los primeros seres humanos que dieron la vuelta al mundo? ¿O fue Enrique de Sumatra, esclavo e intérprete de Magallanes, el primero en culminar tal hazaña? Esta es una de las más importantes e interesantes incógnitas que se despejan en la presente epopeya histórica publicada en AMAZON a precio de lector sabio, aquí os dejo el enlace:
                                                            Manolo Condevolney


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viernes, 9 de septiembre de 2022

EL VIEJO BARRIO.

 



UN BARRIO EN EL CIELO.

            En el barrio todos nos conocíamos. Yo era allí un niño feliz. Jugaba en la plaza con otros muchachos, a la sombra de unos árboles frondosos bajo los que se amparaban los bancos de hierro y madera donde los viejos se contaban batallitas de una guerra lejana. A su alrededor, los comercios, modestos y fiables, acompañaban a la pequeña iglesita blanca coronada por una espadaña con su campanita de agudos sones. Don Fadrique era el párroco, amigo de todos, fueran o no sus feligreses. Enfrente estaba la sucursal de la Caja de Ahorros, con sus estirados empleados que venían a trabajar desde el centro, y se marchaban en el autobús azul, sin mirar ni saludar a nadie. Eran los únicos extraños que acudían al barrio a trabajar. Los vecinos, por el contrario, solían marchar fuera de él a sus quehaceres cotidianos; los hombres a la cercana fábrica de  repuestos industriales y las mujeres, en el autobús, a servir a algunos señoritos de la ciudad, como chachas o cocineras, o a las fábricas de tejidos. La escuela de niños y la contigua de niñas eran regentadas por don Rosendo y doña Finita, que estaban casados y ocupaban la modesta vivienda del piso superior del inmueble, detrás de la iglesia. La frutería de la señora Pepita, gorda, chistosa y amable, era parada obligatoria de la pandilla a la que la dueña obsequiaba con alguna manzana, melocotón o cualquier otra fruta y unos caramelos. En el taller de Tancredo “el Manitas”, donde se reparaban muebles, aparatos eléctricos y utensilios de cualquier clase, nos abastecíamos de listones y clavos con los que nos fabricábamos espadas y fusiles para nuestras imaginarias batallas en lo que llamábamos “El Campo”, unos solares abandonados, poblados de malas yerbas, que separaban el barrio de la ciudad, lejana y misteriosa.

            Un día vinieron unos obreros con picos, palas y una espectacular maquinaria pesada con la que empezaron a excavar un enorme agujero en el centro de la plaza, que fue nuestra distracción por unos meses. Don Rosendo nos informó, orgulloso, que el barrio iba a tener parada de metro. Y a partir de entonces, los empleados de la Caja y las mujeres que trabajaban en la ciudad ya no utilizaron más el autobús azul, sino que bajaban las misteriosas escaleras, por las que los domingos descendíamos también nosotros, con nuestros padres y hermanos, en busca de emociones capitalinas.

            Poco a poco, la ciudad fue acercándose al barrio y las torres de cemento y cristal nos arrebataron el campo de nuestros belicosos juegos. Más tarde, se inauguró muy cerca un centro comercial y la señora Pepita cerró su frutería. La gente compró coches y  televisores, y se acostumbró a tirar las cosas viejas, y Tancredo se marchó a trabajar a otra ciudad. Don Fadrique se murió y don Rosendo y doña Finita se jubilaron, y la iglesia, la escuela y otras casas del barrio, fueron derribadas para construir unos enormes bloques de viviendas en cuyos bajos se instaló un nuevo y moderno templo, que solo abría los domingos, cuando venía a decir misa un cura joven que tocaba la guitarra. Yo ya me había hecho mayor, me había casado con la mujer de mis sueños y tenía dos hijos varones. Y el barrio fue cambiando conmigo hasta hacernos irreconocibles, el barrio y yo. Pasó mi vida, como un tren a toda velocidad por un andén desierto. Mi amadísima mujer falleció y mis hijos se fueron a Barcelona, y yo me quedé solo y jubilado, con los restos de mi barrio donde ya no conocía a casi nadie.

            Hoy la plaza ya no tiene árboles, sino marquesinas metálicas, y en su centro han puesto un adefesio abstracto de hierro oxidado que nadie sabe qué representa. Mi vieja casa de planta baja sobrevive sola entre torres de cemento llenas de gente extraña. No quise venderla a la constructora, aunque me ofrecían una fortuna, y ha quedado como último testimonio de un barrio del que solo queda el nombre en su parada de metro.

            Los domingos acudo a la nueva iglesia y le rezo a un Dios que no sé si existe, y le pido que, si hay un cielo para la buena gente, me devuelva allí mi viejo barrio para que pueda vivir en él, con los míos, por toda la Eternidad.    

                                                                       Miguel Ángel Pérez Oca.